Saturday, November 7, 2009

“Quien quiera pasar, que pase”

Hace veinte años yo vivía en la ciudad de Berlín. Habíamos llegado ese verano del 1989. Una de las primeras palabras que aprendí en el idioma alemán era “fluchtlinge”, pues la repetían una y otra vez en las noticias. Refugiados que huyen. Alemanes orientales que durante el verano del 89 se estaban pasando desde la llamada RDA a Checoslovaquia, Hungría, saltaban a Austria y de ahí a Alemania. Empezaron a decenas, luego a centenas y poco más tarde, a millares.
Mi hija Leticia tenía siete años y el entender que vivíamos en una ciudad que tenía una muralla que separaba dos mundos, lo vio como algo maligno y deseó que ese muro se cayera.
Ese es el deseo de cualquier persona que vea, visualice esos muros sangrientos que creamos los humanos. En aquella ciudad, por la que empezamos a hacer nuestros paseos para conocerla, el Reichstad, la Puerta de Brandenburgo, subirte a los miradores para mirar al otro lado, el check point Charlie, veíamos también las tumbas de los muertos que habían intentado saltar el muro, alguna con fecha reciente. Tengo las fotos, pero todavía no eran digitales. Parecía que estaban encarcelados. Y eso le impresionaba a cualquiera.
Le impresionaba hasta a ese ejercito, gobierno o quien fuera que cambiaron la orden el 9 de noviembre de 1989: “quien quiera pasar, que pase”.
Y así amanecimos, nueve de noviembre, después de dejar a los niños en el colegio, yo no sabía lo que pasaba y caminé a mi clase de alemán en el Instituto Goethe de la calle 18 Juni Strasse, cruzando el Ku´damm, que parecía una verbena a las 8 de la mañana. No funcionaban ni los semáforos que estaban naranja intermitente y había tráfico de travis y gente de la RDA (se notaba por cómo iban vestidos). Colas para ver los escaparates de la mercedes. Agotados los lebkuchen, dulce navideño típico alemán, antes del primero de diciembre. Nuestra vecina que trabajaba en el KDB, grandes almacenes berlineses, contó que tenían orden de la hacer vista gorda a pequeños hurtos de los otros berlineses. Con el pasaporte les daban 20 marcos para que pudieran gastar algo. Faltó comida. Sobró alegría.

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